Hoy vamos a iniciar un nuevo libro de la Biblia en este recorrido explicativo por las Sagradas Escrituras. Ya culminamos el libro de Rut, que presenta la historia de una familia y unos acontecimientos en el tiempo de los jueces. Termina el libro de Rut mencionando las generaciones posteriores después del nacimiento de Obed, hijo de Booz y de Rut. Obed se describe como el padre de Isaí, y Isaí era el padre del rey David, o quien llegó a ser el rey David.
Bueno, hoy comenzamos el primer libro de Samuel, primero y segundo de Samuel. En el texto original son un solo libro y este libro entonces también está en el contexto de los jueces.
En el tiempo de los jueces se desarrollan la primera parte del libro de Samuel. El relato comienza diciendo: «Hubo un varón de Ramat-ain Sofin, del monte de Efraín, llamado Elcana, hijo de Jeroam, hijo de Eliú, hijo de Toú, hijo de Suf, de Efraín» (1 Samuel 1:1).
Elcana vivía en el monte de Efraín. Elcana era hijo de Jeroham, hijo de Eliú, hijo de Toú, hijo de Suf, de Efraín. Quiere decir que eran de Efraín o también de Efratá podría ser, pero se describe como ateo. Dice que tenía dos esposas, una se llamaba Ana y otra se llamaba Penina.
Aquí hay algo importante con respecto a esto porque se describe que tenía dos esposas como si fuese algo normal. La sociedad en la cultura ya había aceptado la poligamia, aunque los mandamientos siguen estando vigentes hasta el día de hoy. Por lo tanto, estaban vigentes en aquel tiempo. Entonces, no podemos olvidar que el séptimo mandamiento dice: «No cometerás adulterio». Pero como estamos en el tiempo de los jueces y parece que en ese contexto cada quien hacía lo que bien le parecía, ya había sido aceptado culturalmente el hecho de tener varias esposas.
Por lo que he investigado, cuando un hombre sabía que su mujer, su esposa, era estéril, podía ejercer el derecho de tener una segunda esposa para mantener un linaje, una simiente, una generación, poder tener hijos. Pero esto, como no es parte del plan de Dios, por supuesto, va a traer consecuencias dentro del hogar.
Entonces, este hombre, Elcana, tenía dos esposas: la primera Ana, la segunda Penina. Y aquí vienen los problemas. Versículo 3: «Todos los años este hombre subía de su ciudad a adorar y ofrecer sacrificio al Señor de los ejércitos en Silo, donde estaban los dos hijos de Elí, Ofni y Finees, sacerdotes del Señor».
Elcana sacrificaba y daba su parte a su esposa Penina y a todos sus hijos e hijas, pero a Ana le daba doble porción porque la amaba, tenía consideración por ella porque no tenía hijos. A cada uno se le daba su dote, su don, su regalo de parte del padre, que era Elcana. Y Ana recibía el doble, aunque el Señor no le había dado hijos.
Y aquí vienen los problemas. Versículo 7: «Así lo hacía cada año, cuando Ana subía a la casa del Señor; así la irritaba». Nótese cómo se describe a Penina, apenas se le describe como «su rival», que la irritaba, la enojaba y la entristecía.
Están las consecuencias que Dios quería evitar, pero que lamentablemente eran una realidad en el hogar de Elcana. La cultura le permitía tener varias esposas, no era el plan de Dios. Estaban viviendo en una sociedad donde cada quien hace lo que bien le parece, siguen creyendo en Dios, siguen participando de las formas de culto, porque Elcana era un hombre que creía en Dios, tenía fe en Dios; aunque estaba violando abiertamente un mandamiento, en la cultura parecía que la circunstancia era normal. El hombre iba a Silo donde estaba el santuario y participaba del culto normal, pero el problema ya estaba dentro de la casa.
Aquí vemos a una Ana sin hijos. Cuán importante era tener hijos en ese tiempo, mucho. No es como ahora, ahora es posible, es mejor no tener hijos por la sociedad en la que estamos viviendo. Pero en la cultura y en el pensamiento hebreo, tener hijos era algo sumamente importante, una mujer que no tenía hijos era considerada como una rechazada, como alguien de Dios que no había recibido la bendición de Dios.
De hecho, tener hijos era una bendición del cielo, era considerado así. Y entre más hijos, bendiciones caían en un hogar. Y esa era la percepción del hogar, de la cultura, de la sociedad que estaba viviendo el pueblo de Israel. Y también el hecho de no solamente recibir la bendición, sino de la bendita esperanza de ver al Mesías nacer, porque se creía y se sabía claramente que el Mesías vendría de la simiente de Abraham, el hijo de la promesa. A través del nacimiento de Abraham, cualquier israelita podía ser seleccionado para continuar el linaje mesiánico a través de Abraham.
Y eso lo hemos ido estudiando desde el libro de Génesis a lo largo de toda la Escritura. La importancia de que una mujer pudiera tener hijos porque eso le daba esperanza al pueblo de Israel. Entonces, una mujer como Ana, estéril, no solamente pensaba que no recibía bendiciones de Dios, sino que además de eso, tenía que vivir con la tristeza y el dolor que le proporcionaba la segunda mujer, su esposo. Aquí esto nos indica que está mal la actitud de tener varias mujeres.
Esto sucedía cada año, dice el versículo 7, cuando subían a la casa del Señor, Penina enojaba a la otra, por lo cual Ana lloraba y no comía. Y esta mujer perdía incluso el aliento y el deseo de comer, que estaba sumamente triste.
No habían aprendido de la historia del padre Abraham, el error de haber estado con Agar. Allí estaba la historia, allí estaba el texto, pero no habían aprendido nada. Versículo número 8: «Elcana, su esposo, le decía a Ana: ¿Por qué lloras y no comes? ¿Por qué está afligido tu corazón? ¿No te soy yo mejor que diez hijos?». Claramente, Elcana no iba a entender a Ana por lo que estaba pasando.
En una ocasión, dice el versículo 9, pasando el tiempo, en una ocasión después de haber comido y bebido en Silo, Ana se levantó y se fue al templo, al santuario. Estaban posiblemente en una de las fiestas que comúnmente se hacían en Israel. Recordemos que había tres fiestas principales: la Pascua, el Pentecostés y las Cabañas. De estas fiestas se desprendían otras fiestas más. Entonces, Ana se fue al santuario y el sacerdote Elí estaba sentado en una silla junto a la entrada del santuario del Señor, con amargura de alma. Ana oró al Señor y lloró abundantemente, estaba muy triste porque no tenía hijos y de paso el problema que tenía en su casa.
Convencida, hizo un voto diciendo: «Señor Todopoderoso, si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y te acuerdas de mí y me concedes un hijo, lo dedicaré todos los días de su vida a tu servicio y no pasará navaja sobre su cabeza». O sea, sería un nazareo, un niño joven que llegaría a ser adulto en su mente, sabiendo de que había sido consagrado al Señor. Ana hizo un voto, una promesa que, estoy seguro, debería ser la misma promesa que haga cada madre, cada padre al saber que van a tener hijos. Porque, ¿cuál es la razón de tener hijos en este tiempo, en una sociedad que está tan contaminada?
He conocido personas que se desesperan porque no tienen hijos, pero no saben ejercer la paternidad, no se preparan para ser padres espirituales, no se preparan para orientar a sus hijos. Una de las tareas más difíciles que tenemos los cristianos en este tiempo es educar a nuestros hijos. Siempre ha sido una tarea difícil educar a los niños, a los jóvenes, orientarlos para que puedan seguir el camino correcto. Pero en el tiempo que estamos viviendo es mucho más difícil.
La sociedad de hoy no es la misma de hace 50, 60, 70, 80 años, ni siquiera hace 10 años atrás. El mundo vive en constante cambio, el pensamiento del ser humano va de continuo solo hacia el mal, como en los días de Noé y como en los días de los jueces. Vivimos en una sociedad donde cada quien hace lo que bien le parece, los hombres ya no quieren ser hombres, sino mujeres. Ya no queremos que los llamen «ellos» ni «ellas», sino «elles». Vivimos en una sociedad donde se prolifera el matrimonio de una manera degradante, se quieren casar los homosexuales. Las mujeres quieren abortar con libertad porque quieren tener una vida sexual libertina, pero no quieren la responsabilidad de traer hijos al mundo, entonces abortan.
Vivimos en una sociedad constantemente contaminada y a veces pareciera que la esterilidad, en lugar de ser una maldición, se convierte en una bendición. Pero Dios le ha dado la facultad al ser humano de procrear. Pero, ¿con qué propósito? ¿Con qué propósito traemos hijos al mundo? Los padres cristianos estamos dispuestos a dedicar nuestros hijos al servicio del Señor, a dedicarles tiempo completo. Pero hoy vivimos tan atareados por conseguir el dinero, por pagar deudas, que descuidamos la educación acertada de nuestros hijos.
Como Ana, debemos derramar nuestra alma ante el Señor, poner en sus manos nuestras inquietudes y nuestros problemas. Dios siempre responde a nuestras oraciones, a nuestras plegarias. ¿Qué pedido tienes hoy para el Señor? ¿Qué anhela tu alma? ¿Que te permita hacer su voluntad, confiar en Él todos los días? ¿Qué le pides al Señor que cambie en tu vida? Dios envía una respuesta a través de instrumentos humanos. Dios siempre responde las oraciones de sus siervos. Tenemos que confiar en el Señor. Ana se tuvo que haber ido tranquila del santuario, con la seguridad de que Dios había respondido su oración. Cuando Elí le dijo: «Ve en paz y el Señor Dios de Israel te otorgue el pedido que has hecho.»
Ana se fue y comió y ya no estuvo más triste, puso su problema, su angustia y su tristeza en las manos de Dios. Dios le respondió a través de un siervo imperfecto. Y ella se fue tranquila a su casa. Se levantaron de mañana, adoraron ante el Señor toda la familia de Elcana y se volvieron a la casa en Ramá. Elcana se llegó a su esposa Ana y el señor se acordó de ella.
Lo que quiere decir este versículo es que ella quedó embarazada, cumplido el tiempo. Después de haber destetado a Samuel, Ana dio a luz a un hijo y lo llamó Samuel porque dijo: «Le pedí al Señor que se lo prestara. Y él respondió a mi petición. Así, se lo dedico al Señor. Mientras viva, será del Señor» (1 Samuel 1:27-28).
Elcana subió con toda su familia a ofrecer al Señor el sacrificio acostumbrado y su voto. Ana no subió sino que dijo a su esposo: «Cuando el niño sea destetado, lo llevaré a presentar ante el Señor, y lo dejaré allí para siempre» (1 Samuel 1:22).
Elcana, su esposo, le respondió: «Haz lo que mejor te parezca. Quédate hasta que lo destetes, que el Señor cumpla su palabra» (1 Samuel 1:23).
Elcana le dijo: «así como mejor te parezca, hazlo» (1 Samuel 1:23). ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué no era el hecho de tener al niño, sino que lo importante en el corazón de Ana era que ese niño fuese una bendición no solo para el hogar de Elcana, sino que fuese una bendición incluso para todo el pueblo de Israel? Porque lo dejaría niño en el santuario, no es que lo abandonaría, sino que pondría en la mente de ese niño el deseo de hacer la voluntad del Señor.
Dios siempre responde a nuestras oraciones. Si le mostramos el camino por donde ir, aunque lleguen a ser viejos, no se apartarán del él
Así, Ana dedicó a su hijo Samuel al Señor. Y Samuel creció con la convicción de que había sido un niño prometido, un niño dedicado, un niño consagrado. Y desde muy tierna infancia, demostró estar consciente de su responsabilidad espiritual como ningún otro personaje en la Escritura. Samuel desde niño entendió con claridad el propósito por el cual había nacido.
Este niño llegó a convertirse en el gran Samuel, que fue sacerdote, juez y líder de todo el pueblo de Israel. Además, conformó la escuela de los profetas porque también fue un profeta del Señor.
Cuando padres quieren hacer la voluntad del Señor y se dedican a sus hijos, sus hijos serán grandes hombres y mujeres dispuestos a hacer la voluntad de Dios. ¿Quiere decir esto que nuestros hijos serán perfectos? No, también se equivocarán seguramente. Samuel también tuvo muchas cosas que aprender y corregir en su vida. Pero por delante de todos los planes de Samuel estaba hacer la voluntad del Señor. Y esto nos debe llenar a nosotros de esperanza porque grandes planes tiene Dios para nuestros hijos.
Y por eso, Satanás los ataca. Todavía hay esperanza para ellos. Podemos consagrar a nuestros hijos todos los días y si les mostramos el camino por dónde ir, aunque lleguen a ser viejos, no se apartarán de él.
Al despedirnos, decimos a cada uno: ¡Dios te bendiga y te guarde, haga resplandecer su rostro sobre ti y tenga de ti misericordia! ¡Dios alce sobre ti su rostro y ponga en ti paz!
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